viernes, 14 de mayo de 2010

EL LIBRO GASTADO

El libro tiene las hojas amarillas y huele a invierno. Lo abro y dejo resbalar las páginas entre mis dedos. La primera frase dice: "Un día cualquiera al norte de Londres..." Siempre espero que la primera frase me diga algo que me conmueva, algo que me irrite, que deje mi curiosidad indefensa. "Un día cualquiera..." No me importan los días cualquieras, me importan los días raros donde la normalidad se despierta asustada.  Esto me pasa por extravagante, por no tener nada mejor que hacer un sábado por la noche. Por fiarme del viejo barbudo de la tienda de libros de segunda mano. "Este es un buen libro - me aseguró- . Edición de 1966 y lleva aquí desde 1968". Seré estúpido...
Dejo pasar las páginas y recuerdo a quien me dijo que los libros que se odian son tan imprescindibles como los que se aman. No hay nada más aberrante que la indiferencia. Lo abro a la mitad. Página 93. A punto de pasarla, algo escrito a boligrafo junto al número de página me hace detenerme. Leo: "Te odio. Es lo único que tengo". No me extraña, seguro que se refiere al autor del libro y sonrío travieso ante mi ocurrencia de escritor frustado.
Cierro las páginas mirando a la gente pasar con cara de jubilado amable. Puede que este tipo odiara a una mujer, eso sería normal, y aburrido. Puede que odiara a su padre, a su madre o a un amigo, pero el odio racional no se escribe en los márgenes de los libros. Ese odio nace de las pasiones, de las renuncias obligadas. Empecemos de nuevo: todo lo que tiene es odio. ¿Rencor? ¿Odio? ¿Es acaso lo mismo? Sería maravilloso odiar sin razón pero eso significa que también se puede amar sin razón. Puede ser que un día alguien se levante de la cama y ame la luz que entra por las ventanas y los golpes del vecino de arriba enfadado con su perro. Pudiera ser. Pudiera ser, incluso, que el odio se diera por amor y que tras el amor se escondiera el odio. Puede ser que tras sus palabras ese hombre... Pero, ¿por qué ha de ser un hombre?... Puede que sea una mujer. Seguro que será una mujer y todo cambiaría de repente. Me la imagino con un vestido viejo ( no sé por qué). Se ha tomado un café y alguien cerró la puerta con un golpe. O quizás alguien le diera un beso antes de salir y después cerrara con delicadeza. Ella sonreiría, limpiaría la casa, pondría el libro en su regazo y cogería un bolígrafo antes de pasar la mano con asco por su mejilla. Es una buena razón: nada es lo que parece. Demasiado obvio. Entonces pienso en el librero que, con media sonrisa, me deseó una buena lectura y en la portera que, a la salida del ascensor, me preguntó por tí después de dos años sin verte.
"Te odio. Es lo único que tengo." Y me imagino a esa persona haciendo la maleta u oliendo la almohada del otro lado de la cama. Quizás cogiendo una pistola y esperando mientras suena en la radio una canción de los Beatles. Puede que siga viva (han pasado cuarenta años), y que el odio quedara en una proclama incendiaria, puede que haya aprendido a amar sin renuncias. El odio implica haber amado o, como decía, puede que todo sea uno. Quizás la solución al odio esté en no amar demasiado.
Vuelvo a abrir el libro y veo los trazos. Son rectos, firmes y elegantes.
Me pregunto qué le lleva a alguien a vestir de odio, a olvidar su pantalón o su vestido en la recámara. Debe de ser triste tener sólo odio y no saber donde dejarlo. Olvidar los recuerdos y las sonrisas y la infancia, ofrecer la nada a cambio de nada esperando que alguien lo recoja y te lo agradezca. Acaso sea generoso ofrecer lo que se tiene aunque sea un vacío sin fin. Quizás esa sea la historia: ofrecer la nada y que alguien lo quiera por miedo a perder algo en el camino. Cierro el libro y camino hacia casa esperando no encontrarme de nuevo a la portera en la puerta del ascensor.

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