viernes, 27 de noviembre de 2009

AIDÉE

En las manos de Aidée cabe el mundo; lo coge, lo acaricia y lo transforma. Entonces todo lo efímero se hace para siempre, por siempre. No me digais cómo, pero el mundo en sus manos resplandece, se vuelve un lugar agradable donde sentarse a mirarnos pasar. Y todo lo altivo es simpleza y todo lo complicado una sonrisa. Aidée juguetea con el tiempo, deja correr traviesos los segundos entre sus dedos, y las horas, antes tan largas y serias, se acortan para caber en la palma de su mano.
Ocurre que la selva se acurrucó en su cuerpo y, desde entonces, su fragancia recorre cada espacio dejando una ligera lluvia tras ella. Es Aidée tierra mojada, caña de azucar y mar en calma. Junto a ella, todo lo que nunca viste se te devuelve y, al cerrar tus ojos, el hielo del Norte descansa cálido en tu pecho, y el desierto quemado nos mira con ojos verdes de mujer. No hay secretos para Haydee porque ya os dije que en ella está el mundo, estamos todos. Nos muestra pequeños en sus nudillos, se ríe y entonces nos hace grandes, tan grandes como siempre soñamos. Le bastaría sacudir su mano para que todos cáyéramos, ridículos, a sus pies. No lo hará, se limitará a mirarnos curiosa para tratar de comprender. Ella sabe que , al fin, somos todo lo que tenemos. Haydee es así, lleva la dulzura y la fuerza en sus ojos, convencida de que no habrá sol que se lo niegue.
Algún día, sin previo aviso, soplará sonriente y todo lo malo, convertido en polvo, saldrá por las ventanas para no volver, todo recobrará el sentido, ya sabeis que todo es posible en sus manos tan pequeñas como manzanas.
Haydee no habla pero cuando nos mira es fácil comprender tanta lucha, tantos sueños. Nada ha sido en balde, acaso sea por no dejar que el mundo le sea arrebatado, porque en ella habitamos todos, los que estamos, los que vendrán y los que se fueron añorando tener el mundo en sus manos.

sábado, 21 de noviembre de 2009

MEMORIA E HISTORIA

A mi padre y a mi abuelo Pedro.


El crío tiene apenas siete años, camina arrastrando los pies y de sus alpargatas asoman traviesos unos cuantos dedos. Los bajos de su pantalón de trapo, tan limpio como viejo, se deja arrastrar por el camino polvoriento.
El padre lleva una escopeta de perdigones cogida entre sus brazos, junto al pecho, envuelto en un pedazo de sábana vieja. Es un hombre delgado, moreno, de rostro serio y curtido. Su mirada, en cambio, es cercana, afable.
El pueblo va quedando atrás y las líneas de las pequeñas casas blancas se dibujan en torno a la iglesia. A La derecha, sobre el "cerro del moro", el molino extiende sus aspas sin grandilocuencia, casi con timidez. A ambos lados del camino se extienden campos de trigo recién recogido. No hay nadie, no suena nada excepto el leve rumor de los pájaros que reciben el día. El niño, con las manos en los bolsillos, mira a su padre un instante y después agacha la cabeza antes de hablar.
- Sancho, el de la ganadería, me dijo ayer que tú eres un rojo y que deberías estar muerto.
El hombre no contesta y sigue caminando, ni siquiera ha cambiado el gesto. A lo lejos, se oyen un par de ladridos. El hombre se detiene un instante, mira y sigue caminando. El camino sigue desierto.
- Me dijo que has matado a mucha gente. Que eras teniente y que los tenientes mataban a mucha gente.
- ¿Y tú qué le has dicho?
- Que era mentira.
El niño sale del camino siguiendo los pasos del padre, que saca de su bolsillo unas cuantas semillas y las esparce por el suelo en torno a un árbol. A una cierta distancia ambos se tumban el el suelo. El padre saca un cartucho del bolsillo y carga el rifle. El niño mira al árbol, el padre mira al cielo despejado.
- ¿Por qué nunca hemos venido a cazar, padre?
- Porque no me gusta. Y está prohibido.
- Entonces, ¿por qué venimos?
- Calla, los vas a asustar.
- Tengo hambre.

Pasan los minutos y el niño, bocarriba, deja caer arena sobre sus pantalones. Luego se da la vuelta, mira hacia el árbol y, en silencio, tira a su padre de la chaqueta. Unos cuantos pájaros han empezado a arrimarse al árbol, picoteando la simiente esparcida. El padre, entonces, coge la escopeta con rapidez y apunta. El niño pone las manos en sus oídos y entrecierra los ojos. El padre respira pausado y los segundos pasan interminables.
- Dispara, papá. Vamos, ¿qué haces?, se van a ir.
La punta del rifle tiembla pero el dedo sobre el gatillo permanece firme. Más pájaros se arremolinan con estruendo y devoran con avidez las semillas.
- Vamos, dispara.
El hombre ya no respira con calma, una gota de sudor resbala por su frente. El sol le pega en los ojos. La punta del rifle desciende lentamente al suelo y el dedo se separa del gatillo.Se seca el sudor con la manga. Apunta de nuevo. Unos segundos. Vuelve a bajar la escopeta.  Los pájaros echan a volar en bandada cuando el hombre se levanta para descargar su arma.
- Pero… se han ido. ¿Por qué no disparaste?.
El padre mira la semilla devorada y se echa la escopeta al hombro. Hace un ademán con la cabeza y vuelven al camino con paso pausado.
-Pero padre, ¿por qué les dejaste ir?
El padre no contesta. Se limita a atraerle hacia sí mientras caminan. A la altura del molino habla con su calma habitual.
- ¿Cómo les iba a disparar? Estaban tan a gusto comiendo… No te enfades, le diremos a madre que haga patatas otra vez.
Dos figuras dejan un rastro polvoriento sobre el camino de vuelta hacia el pueblo. Al fondo, las casas han perdido sus formas, y los pájaros revolotean en el campanario anunciando un nuevo día de calor.

jueves, 19 de noviembre de 2009

UTENSILIOS INSERVIBLES.

El destino yace roto a mis pies. Pongo las rodillas sobre el suelo frío y voy recogiendo con calma los trocitos esparcidos por toda la cocina. Miro arriba, los sueños se dejan ver, húmedos y blandos, tras un bote vacío de azucar; la ilusión, partida a la mitad, se sostiene a duras penas con algún pegamento barato; el futuro, junto al reloj, está viejo y sus capas oxidadas se desprenden como arena de desierto. Miro al frente, el cristal de la ventana está lleno de vaho, creo que ha anochedido. Entonces, dejo con cuidado caer los pedazos de mis manos. Me levanto y veo su sonrisa torcida mientras enciende un cigarrillo apoyado en la nevera. Ahora soy yo quien sonríe: "Tú no me jodes más"- digo. A mi espalda, un montón de tarros caen al suelo sin romperse. Yo, simplemente, abro la puerta.