viernes, 25 de diciembre de 2009

EL INCENDIO

Los dos ancianos, al otro lado de la calle, miran abrazados cómo arde su casa. Un bombero les pasa una manta sobre los hombros mientras sus compañeros luchan contra las llamas hambrientas. La mujer solloza y las lágrimas se esconden tras sus gafas empañadas, el hombre sonríe levemente y aprieta contra sí a su mujer. Ninguno habla, ambos tiemblan.

"Y esto será todo, Julia. Aquí acaban los minutos anclados a mi pecho, maldita sea. Lo siento por tí, nunca quise ver tus ojos derramados pero deja que todo arda, que las paredes muertas se tiendan sobre su vacío. Deja que el silencio grite, deja que nadie lo escuche. Ahí queda todo menos nosotros y eso es más de lo que creíamos tener. No puedo mirarte. Debería ser valiente, buscar tus ojos, tocar tu cara, decirte que todo se arreglará, decirte algo, quizás que todo irá bien a partir de ahora. Soy un cobarde sí, pero perdona por no poder observar tu tristeza sin derrumbarme como esa maldita casa. Te abrazo fuerte para que no quepa el aire entre nosotros, este es el calor que te puedo ofrecer, lo único que te puedo dar. Julia, mi amor."Llega otro camión de bomberos y apartan a los ancianos hacia un lado. El fuego, cada vez más furioso, se extiende hacia el jardín sin tregua, devorando el arbol desnudo que casi tapaba la ventana del aseo. Los vecinos, al otro lado de la cinta policial, se echan las manos a la boca y miran a los ancianos con tristeza. Un hombre en bata discute con un policía. Su casa es la más próxima y el gato escapó por la ventana. La anciana ha parado de llorar; ahora mira a su marido, que muestra en sus ojos alegres el brillo de las llamas.

"Que muera todo, que todo quede echo cenizas. La mesa vieja del salón, el sillón gastado de cuero, los libros que me enseñaron y los que nunca leí, la foto del niño cuando nació, la de su graduación, la foto de mis padres y tu máquina de fotos, la cocina siempre limpia, y la tele que nos enseñó el mundo para no tener que verlo; que se queme todo para siempre, que no quede nada que lo recuerde. Que se pudran las flores que cuidabas y la comida que nos hizo esclavos, las sillas, los armarios, la ropa que deseaba quitarte y la maldita corbata roja de tu hermano, los cuadros, las puertas que siempre abriste y tu vestido de novia. Los bolígrafos y los peces, que se queme todo lo que quede de mí, que no quede un maldito clavo, que ardan las persianas y la música que nos unió. Muera. Muera. Muera todo, Julia, mi amor."Extinguido el fuego, un policia joven se acerca a ellos.
- Quisiera hacerles unas preguntas sobre lo sucedido. Si no les importa, me van a acompañar a comisaría, allí estaremos más tranquilos.

Los dos ancianos se dirigen hacia el coche. la mujer apenas puede caminar, el anciano acaricia su pelo y la sujeta con cariño. La gente les ve pasar y el silencio se extiende tras la linea policial. El anciano, antes de entrar al coche, echa un vistazo atrás y mira la casa agonizando oscura.

"Ahí quedan los minutos. Este es un bonito comienzo..."
El anciano coge la mano de su mujer y mira por la ventana. Ella le observa tratando de comprender, pensando sólo que parece más joven, que la sonrisa ha vuelto a sus labios y que está tan guapo como cuando la besó por vez primera. Él, mientras, mira las calles pasar, dudando si el infierno se queda atrapado para siempre en los bolsillos.

viernes, 18 de diciembre de 2009

PEQUEÑO CUENTO DE NAVIDAD

Cuando Charles Dickens pidió volver al mundo para saber cómo era la Navidad en los tiempos actuales, el espectro le acompañó. Cayeron en Madrid por un fallo absurdo del GPS astral. Dickens miró a su alrededor algo confundido pero le alegró ver tantas luces colgando casi de cualquier esquina. Leyó un cartel en lo alto de una pared: "Plaza Mayor". El espectro, mientras, se asomaba entre la gente buscando al viejo Dickens al tiempo que la grasa de un bocadillo de calamares le escurría por la comisura de los labios. Se acabó de un trago la lata de cerveza y caminó hacia él, que miraba las ropas de la gente y sonreía parado en mitad de la plaza. Un padre, muy serio pero con unos cuernos de reno sobre su cabeza, pasó a su lado y le empujó al pasar. Dickens le afeó el gesto de forma educada pero el hombre siguió caminando. El flash de una cámara le cegó un instante; el espectro, mientras, reía divertido con una nariz y unas gafas de plástico. El viejo escritor pareció enloquecer, andó entre la gente a empujones, mirándoles a los ojos y negando una y otra vez con la cabeza. El espectro miraba un Nacimiento mientras se retorcía de risa ante el asombro de la vendedora. Dickens, entonces, vió a un hombre en el suelo, mal tapado con una manta. Se sentó a su lado y le miró los ojos rojos como el vino.
El espectro se puso frente a él pero esta vez tenía una ligera tristeza en su mirada. Cogió del brazo a Dickens.
-No hay más tiempo- dijo.
Le ayudó a levantarse y llevó al escritor del brazo entre el tumulto. Dickens parecía ahora más viejo y cansado. Después desaparecieron ante el asombro de un niño que les vió desvanecerse junto al portalón.
Al llegar, Charles Dickens redactó el "Informe de Observador" podía leerse:
"Están tan solos como entonces."
Abrió un libro y acarició la página mientras suspiraba despacio.